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Foto del escritorDavid Cala

El Etéreo Ser del Frio


Me llamó Alan Daniels, actualmente resido en Nueva York, pero no sabría decir, exactamente, de donde soy; Francia, Estados Unidos, España, Alemania, Argentina, Canadá, Líbano, Marruecos. He visitado, viajado o residido por casi todo el mundo, buscando algo especial que no siempre logre encontrar. Ahora tengo ya setenta y seis años y la enfermedad me tiene agotado, a lo largo de mi dilatada existencia muchas son las cosas que me han sorprendido, o más frecuentemente asustado. Por suerte he vivido mucho, y ahora que tan solo estoy esperando en mi alcoba a que la muerte venga a buscarme, os voy a contar la mayoría de las experiencias extrañas o paranormales, como se las llaman actualmente, que he tenido oportunidad de ver y vivir en todos estos años. Por fin mi cuerpo descansa pero mi mente y mi mano se siguen esforzando, una en pensar y la otra en transcribir sobre el papel, lo que la una piensa. El dulce sabor de los recuerdos en estas amargas horas de melancólica soledad me anima a seguir trabajando en la historia de mi vida, mi biografía. Siempre soñé con la Fuente de la Eterna Juventud y ahora por fin la he encontrado, recordar mi vida para poder escribirla me hace sentir de nuevo joven.

Toda historia tiene un principio y lo correcto, es comenzar por él. Así pues, la historia que hoy os voy a narrar fue, aparte de la primera, quizás, la que más me impresionó. Sucedió durante el verano de mil novecientos veintidós, yo apenas contaba entonces con quince años, lo recuerdo como si aún fuese ayer, yo era un chico flaco, débil y muy enfermizo ya, pero con una mente ágil y una gran imaginación, todos mis profesores decían que a pesar de que no era un buen estudiante, era más listo que el resto de los chicos de mi edad, que no quería aprovechar mi potencial y que hacía mal en no hacerlo, tenían toda la razón, pero no puedo decir que me haya arrepentido de nada de lo que hice en su día. Desde siempre me han atraído todos los temas relacionados con la parapsicología, el esoterismo, la astrología, pero jamás llegué a creer, ni entonces ni aún ahora, que ese año iba a sufrir mi primera y no última experiencia paranormal.

Estábamos de vacaciones en un pueblecito francés, cuyo nombre no influye para nada en esta historia, así que ni siquiera lo nombrare. Estaba con mis padres, a los que aún recuerdo como una pareja modelo y perfecta, nos acompañaba mi hermana mayor.

Mi padre, americano, de Ohio, tendría unos treinta y ocho años. Era un hombre no muy alto, con tendencia a engordar y una incipiente calvicie, era muy atento con su familia, siempre pensando más en nuestro bienestar que en el suyo propio.

Mi madre, francesa, de Marsella, como para cualquier hijo, era la más bella de todas las madres. Siempre estaba protegiendo a sus dos polluelos de todos los problemas que les iban surgiendo al salir de los cascarones y enfrentarse a los reveses que la vida les iba poniendo en su camino.

Mi hermana, Monique, era cuatro años mayor que yo, había nacido en Francia, en el mismo pueblecito de la campiña francesa, en el que casi todos los años, igual que este, pasábamos nuestras vacaciones. Monique era una jovial y hermosa muchacha rubia, de ojos verdes. Era casi una copia exacta de mi madre. Su belleza era tal que muchos de los jóvenes franceses del lugar se habían quedado prendados de ella, al igual que ese joven americano, mi padre, que emigró a Francia buscando su fortuna y se encontró con Eros y la belleza personificada en mi madre. Algunos de estos jóvenes incluso habían llegado a suspirar y suplicar por su amor. Por supuesto también pudo influir en esto el carácter enamoradizo de todos los latinos, aunque seguro que menos que su belleza.

Ya sé que te puedo estar aburriendo con tantos detalles que, realmente, no tienen gran relación con la historia en sí, pero creo que al menos es necesario conocer a mi hermana mejor para el buen desarrollo de la historia, ya que aunque no es el principal foco de atención, al menos se le podría comparar con una actriz secundaria de la trama principal.

Monique siempre tenía una sonrisa en los labios, parecía que había nacido con ella, a casi todo lo que le sucedía era capaz de sacarle un provecho, una cascada de risas en el momento más insospechado. Parecía hecha de frágil cristal de Bohemia, de espíritu débil, pero con sus risas levantaba los ánimos y hacía que los demás dejasen de preocuparse por ella. Sin duda era mucho más fuerte, en todos los sentidos, de lo que aparentaba su frágil cuerpo a primera vista.

Durante la primera semana que estuvimos allí, uno de los jóvenes a los que he mencionado antes de pasada, creo recordar que se llamaba Jean Marie Laduc, comenzó a salir con ella, al principio eran simples amigos, pero poco a poco los lazos de esa amistad se fueron transformando en algo más. Laduc era un joven muy agradable, debía de serlo para caerle tan bien a mi hermana, era sincero aunque extraño y reservado, hablaba lo justo pero con sentido. Tendría unos dos años más que mi hermana, era alto, más de metro ochenta, atlético y lucía una muy bien cuidada y oscura melena rizada que le caía sobre los hombros y le llegaba más allá de media espalda. Sus ojos eran marrones, algo extraños, sin brillo, muy opacos pero aun así extremadamente bellos.

A mi hermana le gustaba mucho, a todas horas estaba contándole a mi madre algo de él, lo decía con esa alegría con que siempre hacía todas las cosas, quizás, incluso más feliz que nunca, le decía lo bien que la trataba, lo bien que lo pasaba con él, lo felices que eran juntos, le contaba todo lo que hacían, hablaban, incluso lo dulce que era sentir la cálida humedad de los labios del joven sobre los suyos. ¿Qué cómo sabía yo todo esto? Fácil. Como cualquier otro mozalbete indiscreto de mi edad, espiando. Siempre le escuché decir a mi madre que mientras más curiosidad demuestra un niño, mayor es la inteligencia de este. Mi madre disfrutaba con todo lo que le contaba mi hermana, como cualquier otra madre, recordando su primera cita con un chico, no con cualquiera, sino con “el chico”.

Todo iba muy bien entre ellos pero, no sé, yo le veía algo extraño, una especie de presentimiento, sus ojos, la palidez de su hermosa faz, su forma de ser tan distante o las tres cosas a la vez y otras que aún no había tenido tiempo de apreciar.

Todavía recuerdo con total nitidez en mí ya senil memoria, la primera vez que lo vi, con los cabellos flotando al antojo del viento, tenía un poder atrayente, casi hipnotizante, ahora lo recuerdo, eso era lo raro de sus ojos, le mantenías la mirada y no eras capaz, siquiera de atisbar una pequeña porción de sus pensamientos, intenciones o sentimientos. Parecía cubierto por un manto de blanca niebla, y sin embargo tú te sentías desnudo, como un libro abierto en las manos de un erudito.

Ese día yo estaba en una pequeña tienda de antigüedades, me encontraba ensimismado, observando y tocando algunas armas antiguas, me encantaban; espadas, lanzas, picas, arcos, escudos, hachas, mayales, ballestas, dagas… Sentía un gran placer sólo con verlas, tocarlas, sentir algo con tantos siglos junto a mí, a veces en una especie de “dèja vu”, llegaba a sentir las manos que la habían empuñado, las vidas que habían sesgado, el fragor y los gritos de los moribundos en el campo de batalla. Un relámpago de advertencia me sacudió, rápidamente y sin saber por qué, salí a la calle, miré primero a la derecha, y después a la izquierda, y de nuevo siguiendo mi primer impulso de mirar hacia la derecha, Jean Marie y mi hermana acababan de torcer una esquina y venían hacía mí. Cuando llegaron a mi altura se detuvieron, poco a poco pude advertir lo inusual de sus ojos. Mi hermana me lo presentó, le di la mano, la tenía helada, en pleno verano, un escalofrío nació en mi mano y me subió por el brazo hasta llegarme al cerebro; de nuevo un relámpago de advertencia, bruscamente solté su mano asustado. Mi hermana a pesar de que sus manos estaban unidas como la de dos enamorados, no había notado nada.

Al soltarme la mano me dirigió una sonrisa inocente, como diciéndome: “¿pasa algo?”. Fue una de las contada ocasiones en que le vi sonreír porque si, sin un motivo aparente, el resto de sus sonrisas parecían siempre forzadas. En este aspecto era completamente contrario a mi hermana, dicen que polos opuestos se atraen, supongo que sería por esto que se llevaban tan bien.

Este extraño suceso fue el que me hizo pensar cada vez más en quién era ese joven. Día tras día fui indagando entre todos los habitantes del pueblo, todos lo conocían pero nadie sabía gran cosa de él. Era un chico muy apocado e introvertido, según él, huérfano, sus padres habían muerto durante la Primera Guerra Mundial. Nadie sabía, exactamente, cuanto tiempo llevaba viviendo allí. Por amigos, no tenía más que a mi hermana y a todos los animales del pueblo, que conste que con esto no intento comparar a mi hermana con un animal, sin importarle que fuesen perros, gatos, pájaros, vacas, cerdos...

Ahora llega lo más interesante de la historia, así es que si os estabais durmiendo, por favor, prestad atención. No recuerdo el día concreto, pero creo que fue durante la tercera o cuarta semana de estar saliendo juntos. Yo estaba en el jardín de la casa en que vivíamos, que pertenecía a la familia de mi madre, este era amplio y con abundantes árboles y arbustos, a destacar un par de los llamados “árbol del amor”, por sus características hojas con forma de corazón, y varios sauces. La casa era de una impresionante belleza, era una de las más lujosas del pueblo, la hiedra trepaba velozmente por sus paredes, dándole un aspecto de verde tapiz natural.

Hace diez años, cuando estuve por allí la última vez, estaba exactamente igual, algo más descuidadas las plantas, lo cual le otorgaba un parecer más libre y natural. El interior tenía los mismos muebles barrocos de siempre, tapados por blancas sábanas que le conferían formas fantasmales. Todo esto no le quitaba de ninguna manera su aspecto de antigua mansión. Supongo que algún día os contaré el motivo de mi última visita a la casa de mis antepasados, pero ahora sigamos con la historia de Laduc.

Ellos dos volvían a casa, era cerca de la medianoche, después de haber pasado toda la tarde y la noche juntos. Se les veía felices, a ella siempre sonriente, a él ceñudo y serio a pesar de feliz. Era increíble lo que se divertía mi hermana con Jean Marie, aunque este fuese tan reservado, era fácil verlos pasear por las calles del pueblecito, estas se les hacían pequeñas y los días cortos. A todas horas estaban juntos, sólo pensaban en el presente, mi hermana prefería no pensar que cuando terminase el mes regresaríamos a nuestra casa de los Estados Unidos, lo más probable era que no volviésemos a Francia hasta el próximo verano. Y Laduc, no sé porque, pero me daba la impresión de que parecía pensar que para él no existía el futuro, todo lo que hacía daba la impresión de que era para que le sirviese en ese preciso instante.

De repente y a sus espaldas, en una pequeña casa blanca, de rojo techo, se escuchó un grito infrahumano, espeluznante, seguido de otro humano, el segundo pidiendo auxilio. Volvimos las caras y sentimos en estas una llamarada de fuego estallando en la casa. Una mujer de unos cuarenta años, vulgar, con los oscuros cabellos veteados de abundantes canas, entrada en carnes y sin hermosura exterior, salió de la casa sollozando y gritando que sus tres hijos estaban dentro. En su cara y sobre todo en sus ojos se advertía, claramente, un terror atávico hacía el fuego.

La curiosidad había llevado a mucha gente a formar un corro de espectadores que miraban impasiblemente la casa, ante la desesperación de la mujer. Algunos, secundando a un militar retirado que vivía cerca, empezaron a echar cubos de agua sobre el fuego intentando así apagarlo, fue inútil, este parecía incrementar su intensidad con cada cubo de agua que recibía.

Jean Marie miró el fuego desafiante, como el que mira a su eterno rival, y salió corriendo al interior de la casa. Alguien gritó, creo que fue mi hermana. Corrí tras él, la casa se había convertido en un infierno en cuestión de segundos, el fuego lo consumía todo, cualquiera que hubiese estado anteriormente en esa casa no habría reconocido nada, absolutamente nada. Las paredes estaban ennegrecidas, las cortinas ardiendo o convertidas en cenizas. Los muebles eran meras caricaturas de lo que habían sido tan sólo unos segundos antes. El fuego parecía tener vida propia, allí donde había una zona no tocada por el fuego, saltaba una chispa que lamía con sus lenguas viperinas de fuego todo cuanto llegaban a tocar. Recorriendo a toda prisa pasillos y habitaciones buscaba a Jean Marie. El calor me abrasaba pero el miedo aún no había encontrado un resquicio en mí, me sabe mal decirlo, en ese momento valiente corazón.

No sé cuánto tiempo llego a pasar, pero me sentía cansado y algo perdido, no había encontrado ni a Jean Marie ni a los chicos, sólo fuego, humo e incluso miedo por no poder salir de la casa en llamas. De improviso, justo delante de mí las llamas se abrieron, de entre ellas surgió Laduc, las llamas parecían apartarse de él. Me entró frío, un inmenso frío que me traspasó los huesos. Jean Marie llevaba un bulto entre los brazos, uno de los chicos, no tendría más de cuatro años, rubito y de ojos claros, muy dócil o muy asustado, de todas formas una delicia de niño. Lo llevaba envuelto en una manta. Me lo entregó y me dijo que lo sacase fuera, que él iba a buscar a los otros dos niños. Al pasarme al chico mis manos tocaron las suyas, las tenía igual de heladas que el día que lo conocí, a pesar del calor que reinaba en ese infierno. Al principio pensé que no eran más que alucinaciones mías producidas por el humo aspirado, por el cansancio y por mi exacerbada imaginación, pero como ya he dicho al compararlo con aquel día de inmediato me acordé de la primera vez que le di la mano y algo en mis sentidos me dijo y aún me sigue diciendo que era y fue real.

Me alejé de allí a toda prisa con el chico en mis brazos. Oí gritar a Jean Marie, me pedía que le despidiese de mi hermana, no lo entendí, fueron las últimas palabras que le escuché. Sólo pensaba en salir de allí, en correr, en huir de aquello que no entendía y me daba miedo, Jean Marie y el fuego.

Mi salida de allí fue más complicada, no conseguía orientarme, las llamas habían terminado de destrozar el interior de la casa, las ennegrecidas paredes parecían que se iban a venir abajo en cualquier momento, los muebles ya no eran más que madera calcinada. El calor era insoportable, el humo apenas me dejaba respirar. No sabía si el chico vivía todavía o si sus pulmones habían cesado de hacer su trabajo. Por fin entre toses y sollozos conseguí salir, me acerque a la desesperada mujer, le entregué a su hijo y me dio las gracias, mi respuesta le sorprendió, le dije que todo el mérito había sido del otro joven, pero más me sorprendió a mí su contestación, y citó textualmente: “¿Qué joven? Yo sólo te he visto entrar a ti”. Frío en mi cuerpo, me quede helado al escuchar eso.

Mi hermana se me acercó y me preguntó por Jean Marie, aún no había superado lo que me dijo la mujer, le daba vueltas a la cabeza a todo lo sucedido últimamente; sus ojos, su súbito aparecer de entre las llamas, como estas se apartaban, casi huían, a su paso, sus manos heladas, la madre de los chicos. No lo comprendía. Casi sin darme cuenta le dije a mi hermana que estaba dentro, buscando a los otros dos chicos.

Un segundo grito infrahumano sonó dentro de la casa, en esta ocasión, era de otro ser, estoy casi seguro de que salió de la garganta de Jean Marie. Las llamas, tal y como aparecieron, fueron desapareciendo, con un primer estallido de luz y un lento y gradual avance, en este caso sería más apropiado decir retroceso. Vi que los otros dos chicos estaban saliendo por la puerta separados entre sí por un metro, o no, era Jean Marie que caminaba entre ellos, su cuerpo era el metro de distancia que el resto de los presentes veía entre los dos chicos, pero yo veía claramente que era Jean Marie quien los conducía fuera, apartando los restos de las llamas de su camino. No me di cuenta hasta que mi hermana buscó con ansiedad a Jean Marie y corriendo hacía los chicos les preguntó por él. No lo veía, nadie lo veía, es más nadie, excepto mi hermana y yo, lo habíamos visto entrar, y sólo yo lo estaba viendo salir.

Me acerqué a mi hermana para evitar que le diese un ataque de histeria, Jean Marie se plantó delante de mí y me sonrió como lo hiciese aquella primera vez que lo vi, con la mano derecha acarició la mejilla de mi hermana, besó su frente y después desapareció también para mi vista.

Quería averiguar lo que había pasado, así es que estuve hablando con el primer chico, al que yo había sacado, no me recordaba más que a mí y de una forma muy confusa lo que yo le había dicho: “Tranquilo, chico, no te preocupes, aunque el fuego me arrebate hasta el último suspiro de mi etérea alma, te juro que te sacaré de aquí”. Tal y como ya os habréis imaginado yo jamás dije eso. Supongo que fue Jean Marie el que se lo dijo antes de entregármelo y el con la tensión del momento pensaba que había sido yo quien se lo dijo. De todas formas nada saqué en claro, sólo fue otra incógnita más a sumar a las anteriores. ¿Quién o qué era Jean Marie?

De los otros dos chicos averigüe todavía menos. Al parecer según lo que entendí, el miedo al fuego los había metido en una especie de estado catatónico del que, según ellos, salieron cuando una voz les dijo: “Levantaos, perded el miedo, ahora que el fuego ha conseguido su objetivo volverá al lugar del que vino”. Sintieron algo frío pero sin forma que los ayudaba a levantarse y les acompañaba hasta la salida, si una llama se les acercaba demasiado un soplo de aire helado la apagaba.

Lo que ya acabó con mi sentido común y me llevó a recorrer medio mundo, buscando respuestas que no hacían sino crearme nuevas preguntas, fue lo que sucedió en los días posteriores; los periódicos del día siguiente sólo me nombraban a mi como el héroe y alababan tanto mi valentía como la de los dos chicos que escaparon del infierno sin ayuda. Por supuesto el cuerpo de Jean Marie no fue encontrado entre el siniestro desastre en que se había convertido la casa. Mi hermana no volvió a ser la misma, no había entendido nada, parecía que se le había ido algo que jamás había llegado a tocar, un sueño, más bien una pesadilla dado su final. Poco a poco fue recuperando su sonrisa, a pesar de ello no cesaba de repetir a diario que lo sentía cerca de sí, es más creo que mi hermana murió, muchos años después, todavía con la sombra de Jean Marie Laduc, o algo más, dentro de su persona. Yo presencie ese día, sus últimas palabras fueron el nombre del joven. Cuando expiró, dos lágrimas cayeron sobre su faz, las toque al cerrarle los ojos para su descanso eterno y estaban heladas, estoy seguro de que no procedían de ninguno de los allí presentes, sospecho que Jean Marie, o en su defecto algo de él, estuvo allí ese día y se la llevó consigo.

Lo último que recuerdo es que estuve preguntándole a algunos de los vecinos si habían vuelto a ver a Jean Marie, ¿a que no os llegáis a imaginar lo que me contestaron?, ¿quién?, no lo conocían, todos los que en vida lo habían conocido ahora en muerte, o eso creo porque tampoco tengo claro que estuviese muerto, no sabían quién era. ¿Quién o qué era Jean Marie Laduc? Jamás lo supe y aún hoy me hago esa pregunta.

Alan Dainiels.


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