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Foto del escritorDavid Cala

El Condenado 406

Este relato lo escribí para que formara parte de la Segunda Antología Dragones de Stygia (2018, está descatalogado).


¿Qué pasaría si un hechicero usara unos grilletes mágicos para controlar a antiguos presos, condenados a cadena perpetua o a muerte, para que fueran su guardia de honor? Narraith es ese hechicero.


Hacía tanto tiempo que nadie se dirigía a él usando el nombre que le habían puesto al nacer, que ya ni siquiera recordaba cuál había sido. Hacía años que había dejado de ser el hombre que era, su nombre ya había dejado de tener sentido, era algo que pertenecía a su vida anterior, al hombre que había sido en el pasado. Por suerte o por desgracia, ahora se había visto obligado a olvidarlo, junto con su vida anterior, era lo mejor que podía hacer en sus circunstancias. Si quería tener un motivo para intentar seguir adelante, si quería seguir estando vivo, olvidar el pasado al menos le serviría para centrarse en lo que se había convertido ahora. Antes era alguien, ahora tan solo era el Condenado 406.

A pesar del tiempo que había pasado, aún recordaba perfectamente el momento en que fue apresado por los guardias del rey de Euphenya. Durante los primeros cuatro meses que pasó en la prisión tan solo fue un preso más de los que estaban encerrados allí. Lo habían detenido por robar a un noble para poder conseguir algo de comida en el mercado. Se había enfrentado a los hombres del rey con las manos desnudas, y había dejado malheridos, al menos, a dos de ellos antes de que lo llegasen a apresar. Entre las privaciones y las torturas a las que era sometido diariamente por sus carceleros aún recordaba cuál era su nombre. Pese a las adversidades que sufría, seguía resistiéndose con todas sus fuerzas a morir encerrado en una maldita celda como si no fuese más que un animal. Seguía siendo ese hombre sin familia al que habían detenido y aún poseía un nombre, aún se aferraba a él para poder sobrevivir.

Todo cambió un par de años después de haber sido encarcelado, tras dos largos e intensos años de torturas continuadas, de ser mal alimentado, de recibir solo el agua imprescindible para no dejarlo morir deshidratado, de estar encerrado en una celda en la que apenas tenía espacio para moverse, estaban a punto de quebrarse sus tozudas ganas de vivir y ser libre. Volvió a intentar escapar de la prisión donde lo tenían recluido por cuarta vez en apenas seis meses. Pero, una vez más, fracasó en su intento, volvió a fallar en su huida. Después de estar más de un día fugado, y de haber matado en su intento de evasión a varios guardias del rey, lo consiguieron atrapar escondido en el establo de una granja cercana a la capital del reino de Euphenya. Entre los guardias a los que había matado se encontraba un extraño enmascarado, que era el que había dado la voz de alarma al localizarlo escondido en la granja. Cuando lo lograron capturar, una docena de soldados del rey lo rodearon, querían vengar la muerte de sus compañeros, fue pateado y apaleado entre todos hasta casi lograrlo, pero el hechicero del rey había pedido que se lo llevaran vivo, así que en el último momento, se contuvieron a pesar de desearle la muerte a golpes o en la horca. El miedo a ser castigados a manos de Narraith, por no cumplir con sus órdenes, era superior a los deseos de vengar a sus compañeros.

Entre dos fornidos y malhumorados soldados lo llevaron a rastras hasta la presencia de Narraith, el mago del reino de Euphenya, que los estaba esperando impaciente en el interior de las mazmorras del castillo. El preso estaba sangrando por una multitud de heridas en la cabeza, tenía varias costillas magulladas, si es que no estaban rotas, y un par de dientes menos que había escupido entre sangre poco antes de entrar en el castillo. Narraith había pedido expresamente verlo antes de que lo volviesen a arrojar a su celda y había sido lo bastante tajante como para que los guardias no se hubiesen atrevido a hacerle todavía más daño del que ya le habían hecho al capturarlo. Y eso, que a donde realmente estaban deseando conducirlo era al cadalso para colgarlo y acabar con él.

El hechicero era un hombre de baja estatura, apenas superaba el metro cincuenta y a pesar de ello transmitía tal poder y seguridad en sí mismo que la apariencia no lo era todo en él. Su rostro estaba tan ausente de arrugas y de líneas de expresión, tanto que hacía difícil calcular su edad, a veces parecía tener apenas treinta años, pero cuando volvías a mirarlo parecía superar de sobra los cincuenta. Estaba prácticamente calvo, aunque el poco pelo que tenía era largo, unas descuidadas greñas grises que caían sobre sus encogidos hombros y su túnica púrpura. Tenía una mirada calculadora, muy fría, y no transmitía ningún tipo de sentimiento. Su forma de hablar era muy similar, completamente neutra, como si ni siquiera sintiese lo que salía de sus labios en forma de palabras.

—¿Sabes para qué se te ha traído a mi presencia? —lo interrogó Narraith enarcando las cejas mientras lo miraba con aire de absoluta superioridad.

—-Para ser castigado, me imagino —respondió él lacónicamente. No tenía ganas en absoluto de hablar, entre otras cosas por el dolor que le producía en las costillas el hacerlo, y mucho menos de ser interrogado por el hechicero.

—O para ser premiado, nunca se sabe si convertirte en un Condenado es un premio o un castigo.

—Hace tiempo que estoy condenado, desde la primera vez que entré en la prisión.

—¿No sabes quiénes son los Condenados, verdad? —le preguntó el hechicero sin esperar una respuesta del preso—. Los Condenados son mis elegidos de entre los prisioneros de las mazmorras del rey, las misiones más peligrosas, aquellas que se tienen que realizar al margen de la ley se las encargo a ellos, y tú has hecho mérito para ser uno de ellos.

—¿Y por qué motivo has decidido elegirme precisamente a mí como uno de tus Condenados? —respondió el prisionero queriendo averiguar algo más sobre esos Condenados, pero evitando preguntar directamente por ellos, ligeramente interesado por lo que le estaba contando el hechicero.

—No tienes familia, no te rindes a pesar de llevar privado de la libertad dos años ya, deseas con todas tus fuerzas seguir vivo, eres un buen luchador con y sin armas, no tienes escrúpulos. Me parecen bastantes, y cualquiera de ellas, por separado, son buenas razones para llegar a ser elegido como uno de mis Condenados —le dijo Narraith enumerando todos sus logros—, pero la razón principal es que tú has matado al anterior Condenado y necesito un sustituto.

Así que el extraño encapuchado que lo había seguido hasta la granja y lo había atacado sin previo aviso con esa lanza de aspecto tan innovador con una cuchilla en cada una de las puntas del asta era un Condenado. Había conseguido esquivar las afiladas hojas de su lanza a pesar del cansancio y de no estar en forma por los años de inactividad encerrado en su celda. Después de que el Condenado consiguiera hacerle varios cortes poco profundos en los muslos y el brazo, se había lanzado sobre él para que la lanza fuese inútil en tan corta distancia. La treta funcionó y consiguió trabarle los brazos con su cuerpo obligándole a soltar el arma. Rodaron y lucharon en el suelo durante unos segundos hasta que las manos del Condenado se aferraron a su cuello con tal fuerza que casi se lo rompió con el primer apretón, aunque consiguió resistirlo y sujetar con sus manos las de su enemigo para que aflojara la presión inicial, aunque no lo logró por mucho tiempo.

Las manos del Condenado volvieron a ejercer presión sobre su cuello, apretando poco a poco cada vez más, estaba logrando dejarlo sin respiración, tenía más fuerza que él, era imposible aflojar la presión en su cuello usando solo las manos. Tenía que encontrar la manera de quitárselo de encima si no quería terminar muerto en el establo de esa granja. Mantuvo la mano izquierda sobre las manos de su enemigo, intentando luchar en desventaja contra el Condenado, mientras que con la derecha tanteaba el suelo cerca de su cuerpo buscando algo que le sirviera para quitárselo de encima. Su mano se aferró titubeante al asta partida, pero salvadora, de la lanza del Condenado y la guió con todas sus fuerzas, que ya eran pocas pues sentía que estaba a punto de desmayarse, para clavarla en el costado izquierdo del Condenado. La hoja de la lanza atravesó la carne, se insertó entre dos costillas rechinando al astillar los huesos, para finalmente traspasar el corazón del Condenado, de lado a lado, matándolo en el acto.

—¿Qué es lo que pasaría si decido no aceptar ser uno de tus Condenados? —le preguntó alejando de su mente las imágenes de la lucha a muerte contra el Condenado.

—Nada, excepto que te seguirás pudriendo en esta cárcel hasta el día de tu muerte, o incluso más allá.

—¿Y si decido aceptar?

—Serás casi libre, aunque tendrás que obedecerme en todo aquello que yo te ordene.

Apenas dudó durante unos instantes, no tardó demasiado tiempo en pensárselo, realmente ya tenía pensada su respuesta antes de empezar a preguntar tanto. Decidir aceptar convertirse en un Condenado era el paso lógico para lograr salir de la cárcel, ya lo había intentado escapando y eso no lo había llevado fuera de la celda. Fue bastante fácil tomar la decisión, a fin de cuentas era una forma de terminar con su sufrimiento en esa celda en la que llevaba malviviendo tantos años, su vida no podía ser peor que la que llevaba hasta ese momento en la cárcel del reino de Euphenya. La decisión estaba más que tomada.

—Acepto —dijo mirando desafiante al hechicero.

En el mismo instante en que terminó de articular las palabras para decir que aceptaba convertirse en un Condenado, el hechicero Narraith le colocó en las muñecas unos grilletes de plata que se cerraron de inmediato y por completo, sin fisuras, como si estuviesen soldados a fuego mediante la magia. No parecía tener manera de quitárselos, pero tampoco había cadena desde el grillete de la muñeca izquierda al de la derecha, podía mover las manos libremente, nada lo ataba, no parecía estar prisionero por mucho que los grilletes adornasen sus muñecas. Seguía teniendo una completa libertad de movimientos.

—Siempre y cuando cumplas con todas mis órdenes serás completamente libre Condenado 406 —le dijo Narraith para intentar tranquilizarlo—. Tus nuevas pulseras me servirán, entre otras cosas, para saber dónde estás y para poder comunicarme contigo si es necesario.

No hizo falta que le diera más explicaciones sobre los grilletes, de hecho tampoco él llegó a pedírselas, sabía de sobra que también le servían para controlarlo, al menos para impedirle hacer cosas. Lo que no sabía aún, era si también le servían para obligarlo a hacerlas.

Su primera reacción al verse encadenado fue intentar lanzarse sobre el cuello del hechicero para acabar con su vida, y escapar a continuación, pero fue incapaz de dar un solo paso para aproximarse a Narraith, algo le impedía ordenarle a sus piernas que se moviese. Parecía que gracias a los grilletes el hechicero sabía todo lo que pensaba antes incluso de que intentase llevarlo a cabo.

—Parece ser que olvidé decirte que no puedes hacer nada que yo no quiera que hagas, y por supuesto, sé todo lo que quieres hacer casi antes que tú llegues a pensarlo —le dijo Narraith con cierta sorna en sus palabras.

—Ya veo —respondió lacónico el recientemente nombrado Condenado 406.

—Sígueme —le ordenó tajantemente el hechicero.

Narraith comenzó a andar para adentrarse en las entrañas más oscuras del castillo sin esperar a comprobar si lo seguía, tal y como le había ordenado. El recién nombrado Condenado 406 no tenía intención de seguirlo, intentó quedarse plantado allí donde estaba, por orgullo principalmente, pero igual que antes no pudo ordenar a sus piernas que se moviesen para atacar al hechicero, ahora sus piernas avanzaban por sí solas para seguirlo por los oscuros pasillos de la mazmorra. Narraith lo condujo por unos pasadizos que descendían adentrándose cada vez más en las oscuras profundidades del castillo, hasta llegar a una zona que solo él conocía, y a la que solo él y aquellos que habían sido a lo largo de los años sus Condenados tenían acceso libre.

El Condenado 406 entró tras sus pasos en una habitación apenas iluminada. Los rodeaba una luz trémula y muy suave que provenía de una bola iridiscente suspendida en el centro del techo de la habitación, pero teniendo en cuenta la oscuridad que los había rodeado hasta ahora en su deambular por las mazmorras, parecía que brillaba con una intensidad que hacía daño en los ojos. En un rincón de la sobria habitación, una cama bastante más cómoda que el duro jergón de la celda lo esperaba, parecía que ese iba a ser su nuevo hogar. Tenía ropas nuevas y limpias de color negro sobre la cama, en el suelo al pie de la cama había unas botas de su número, de cuero negro de gran calidad, y encima de las ropas descansaba una máscara con forma de calavera plateada con la que cubriría su rostro a partir de ahora cada vez que pusiese un pie fuera de esa habitación.

—El anterior Condenado vivió en esta misma habitación por cinco largos años hasta que tú lo has matado hoy. —No había ira en su voz, ni deseos de venganza, lo decía como si tan solo cambiase un cromo por otro—. Descansa unos días de tus heridas aquí, vendrá algún sirviente de manera regular a traerte alimentos. En cuanto estés descansado y recuperado de tus heridas, tendrás esperándote una misión que cumplir para ponerte a prueba. —Narraith salió de la habitación sin darle tiempo a protestar ni a preguntar nada más. Lo dejó allí con sus pensamientos, rodeado de soledad al igual que en la celda, en eso nada había cambiado de momento.

Se sentó despacio al borde de la cama, pensando en lo que había hecho al decidirse a aceptar tan rápidamente la propuesta de Narraith. No sabía hasta qué punto los grilletes lo ataban al hechicero a pesar de no tener cadenas. Rozó con la yema de los dedos el metal de la fría máscara plateada, le daba reparos tocarla, pero tendría que acostumbrarse a la sensación de hacerlo, de llevarla puesta, de usarla para tapar su rostro. ¿Llegaría también a olvidar su rostro algún día de tanto usarla como ya había hecho con su nombre de no usarlo? La tomó con la mano izquierda, sintiendo su peso, palpando el tacto del pulido metal. Estaba decidido a probársela para ver cómo le quedaba. Con suavidad, se acercó la calavera de metal a la cara, la sensación al sentirla sobre su piel fue extraña, de hecho la máscara se ajustó, fundiéndose con su rostro, como si estuviese hecha a su medida. Justo cuando estuvo en contacto con su piel se quedó adherida a ella de forma automática. Parecía tan mágica como los grilletes que tenía puestos en las muñecas. Se dio cuenta de que parecían fabricados con el mismo metal, aunque la máscara, pudo comprobar que sí se la podía poner y quitar a su antojo, no como los grilletes.

Se levantó despacio de la cama con la máscara puesta, adherida otra vez a la piel de su cara, necesitaba verse con ella. Quería saber lo que sentiría la gente al verlo aparecer con la máscara por rostro. El reflejo que le devolvió el espejo que había en la pared sobre el escritorio lo sorprendió, no sabría si decir si gratamente, parecía que la máscara estaba soldada a su piel, que era parte de él. Su reflejo era imponente, era la viva imagen de la muerte. No en vano desde ese día se convirtió en la mano ejecutora del hechicero Narraith.


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