Mi vida llegaba a su fin, lo supe sin temor a equivocarme cuando por trigésimo segunda noche consecutiva, volví a soñar que el cuervo negro que tengo tatuado en mi pecho se separaba de mi piel para volar por toda la habitación, mientras graznaba ebrio de felicidad.
La duración del suceso siempre era de, exactamente, treinta y tres minutos. La misma edad que acababa de cumplir la primera de las noches que soñé con el cuervo. Todas las noches me despertaba a las tres y veinte minutos, con los músculos agarrotados, consciente de cuanto sucedía en mi dormitorio, pero sin poder hacer el más mínimo movimiento.
Mientras sentía como el cuervo se arrancaba de mi cuerpo y echaba a volar, yo, aullaba de dolor, sin que ningún sonido cruzara mis cuerdas vocales.
A las tres y cincuenta y tres minutos el cuervo escapaba de la habitación por una de las ventanas, hacia la libertad que yo le negaba estando en mi piel, lo más extraño es que siempre había una ventana abierta, a pesar de que yo las cerraba a conciencia antes de irme a dormir.
La trigésimo tercera noche quien usó la ventana para volar fui yo.